Inmigrante


Desde el momento en el que llegué a otra ciudad aún dentro de mi país me sentí inmigrante. No eres un turista, ni un visitante, tampoco mi relación con mi tierra era tan frecuente como para ser simplemente un estudiante. Me sentía un inmigrante. 

Tuve que pelear porque cumplieran derechos básicos como la asistencia sanitaria, que niegan sistemáticamente siempre que pueden a pesar de las voces de algunos trabajadores sanitarios inconformistas. Con los años, mucho interés y no poca suerte, me integré de forma sorprendente y solo llegué a amar y a disfrutar aquel lugar cuando hice amigos autóctonos. Y es, sin duda, de lo mejor que me ha pasado en la vida. Pero al final, las amistades más fuertes son con otros inmigrantes. Suena raro, pero compartimos problemas, sentimientos, y somos capaces de dar la cara en situaciones que es fácil no comprender si no has estado en circunstancias parecidas. Entender que no tienes a nadie, que no hay un plan B, que nadie te acompaña al médico, ni te abraza cuando estas triste, ni te cuida cuando estas malo, que nadie puede rescatarte si te despiertas demasiado borracha y sola, que tus papás no pueden ir a tu babyshower, que solo cuentas con la lealtad de los que consideras tus amigos. No es fácil de entender, lo sé, yo tampoco lo veía. Pero sigue siendo curioso que me haya sentido más unida a gente de otras ciudades, de otros países, que a los míos o a los de la ciudad que ahora conozco mejor que la que me vio crecer.

Un día echaron en la tele una película, cine alternativo sin doblar, una recopilación de cortos sobre la diáspora china. Fue una de esas cosas que pasan en el momento y lugar exactos, que te hacen click en el cerebro, que te marcan sin ser tan importantes. Todas y cada una de las frases que cerraban cada corto, todos los sentimientos encerrados en esos pequeños ojitos de los actores, todos los entendía. ¿Cómo puede ser que entienda, que me sienta identificada con inmigrantes chinos? ¿Cómo pueden poner en orden y con palabras el extraño sentimiento que me define desde que me fui? Nuestras situaciones no tienen nada que ver, yo me fui para estudiar, con todo pagado, con unas facilidades increíbles, con lo bien que me lo he pasado, con lo mucho que he amado. Pero se ve que aún así soy un inmigrante. Aunque la inmensa mayoría de mis compañeras de residencia no lo fueron, no lo son. ¿Por qué? Tal vez porque iban más a menudo a casa, o porque no se integraron tanto, o porque no perdieron nada de donde venían, o tal vez por nada de eso. No lo sé, no puedo deciros porqué.

Gracias a ser inmigrante en mi propio país, gracias a aprender a llevar estos sentimientos, a madurar de una forma ligeramente diferente que otros, me sentí con fuerzas y ganas para descubrir qué hay más allá del mar. Porque si he amado con locura cosas que no sabía ni que existían estando tan cerca ¿qué puedo amar si miro un poco más allá? ¿Qué esconde el horizonte? ¿Quién voy a ser si lo descubro?

Obviamente salir de tu país es más complicado. Tus derechos son escasos y tienes que ganártelos y demostrarlos. Desconoces la ley, nada de lo que has aprendido vale ahora. No entiendes las miradas y los gestos igual que en tu cultura, no tienes muy claro qué es educado, qué es de verdad o no, por no hablar del idioma. Nunca me lo había planteado, en parte porque los emigrantes que he conocido manejan el castellano mejor que muchos españoles. Pero yo no tengo esa facilidad, de hecho creo que la mayoría de las cosas que nos enseñan se las inventan, porque no funcionan en la vida real. Estoy absolutamente convencida de que perdemos la capacidad para reconocer e imitar sonidos siendo niños. El castellano es muy fácil en el plano fonético, pero el inglés, como muchos otros idiomas, tiene muchísimos más sonidos, y sobre todo las vocales son terriblemente difíciles de diferenciar e imitar. Mi lengua no sabe hacer esos movimientos. Pero son esenciales, es la diferencia entre decir playa o puta, pájaro u oso. Es la diferencia entre hacer ruido y hablar, aunque sea mal.

Este problema es previsible pero lo que jamás me había imaginado es el alcance que tiene, y dudo mucho que aún explicándolo de forma magistral se entendiese en profundidad.

Cuando llegas a un lugar donde nadie sabe ni tu nombre, no eres nadie. Es la libertad plena. Puedes ser quien tú quieras, contar y callar lo que te apetezca, no tienes etiquetas ni pasado, te van a juzgar solo por lo que hagas a partir de ahora, vas a escribir tu personalidad desde cero. Pero cuando no puedes hablar, te quedas siendo nadie.

Tengo un C1 en inglés y es increíblemente mejor que el de muchos españoles, me las arreglo sola en las tiendas, en el trabajo, en el banco y hasta con la policía, pero no es suficiente ni de lejos para ser yo. No puedo expresar lo que siento, lo que pienso. Soy inteligente, elocuente, culta, curiosa, hasta a veces divertida, pero nadie lo sabe, ni lo sabrán. Soy un papel en blanco con cara de pánico. Tengo un curriculum impresionante, sé tantas cosas y quiero saber tantísimas más, pero nadie lo sabe, ni lo sabrán. No puedo sacar una conversación interesante, no puedo responder con la gracia que me caracteriza, no puedo ser ingeniosa, no puedo aportar lo que quisiera. Nadie sabe lo genial que soy, porque no manejo el inglés como para hablar de verdad. Estoy encerrada en mi misma, cubierta por un papel de estraza simple, aburrido, estúpido, y no puedo salir, y poco a poco se me apagan las ideas por no poder dejarlas volar. Poco a poco ni sueñan con hacerlo.

Y sé cómo me limita porque lo veo en otra gente. Trabajo con chicas como yo, muchas acaban de llegar o pasan el tiempo con sus compatriotas y ni si quiera tienen la base teórica que tengo yo. No hablan, hablan con torpeza, cuesta un esfuerzo agotador entenderlas, y no entiendes su mirada, ni si quiera sabes si te han entendido o no. Y solo son eso, papeles en blanco sin ningún interés. Piensas sin querer que son poco avispadas, que acabaron la primaria y malvivieron hasta llegar aquí, para seguir malviviendo buscando algo mejor que lo que dejaron atrás. No tienen personalidad, ni pasado, ni presente, ni interés alguno. Pero, un día, una de esas niñas tontas me acompañó en el bus, y en vez de quejarse como otras de su mala suerte o del estrés y los males que nos acosan a todas, me contó cosas sobre su vida. Resulta que no es una caja vacía envuelta en estraza, que no es un papel blanco sin futuro. Resulta que estudió historia y luego veterinaria, que está prometida con un chico que trabaja de chef, que tiene un perro y una familia, que tiene amigos y se iba de fiesta, y era divertida y lista y trabajadora y guapa y seguro que muchas cosas que ni su juicio, ni su facebook retratan.

Entonces me vi a mi misma en ella. Me di cuenta de que la misma impresión que da ella, la doy yo; que seguramente hagan los mismos comentarios sobre mí; que mi mirada sea tan inescrutable y perdida como la suya; que seguramente, no me vean.

Entonces añadí un concepto más a la definición de inmigrante. Ser un inmigrante es no ser nadie, ni poder serlo. Mantener encarcelada tu genialidad porque tu lengua no hace justicia a tu alma. Ser un papel de estraza aburrido, plano, sin interés alguno, sin que nadie se plantee que eres algo más, e incluso se sorprenden con incredulidad cuando consigues mostrar un pequeño destello de tu brillo. Ser un inmigrante es que te miren con pena, si tienes suerte. Es ser una llama de mil colores encerrada en un cuarto oscuro, sin poder salir, hasta que se ahoga y ya no intenta escapar. Incluso las que tienen facilidad con los idiomas y son capaces de manejarse realmente bien, se ven empañadas por la torpeza con la que hablan, por las palabras raras, la pronunciación cutre y los pobres giros que saben dar. Incluso esas personas no lucen como se merecen.

Ser un inmigrante es que nadie te vea de verdad.

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