Maquillaje: de pecado a obligación

En la biblioteca de mi nueva universidad,  maravillosa como todas las bibliotecas del mundo, he dado sin querer y por fortuna con un libro finísimo e ilustrado (perfecto para mis ojos-nada-lectores) escrito por Sarah Jane Downing, titulado “Beauty and cosmetics 1550-1950” (ya que en nuestro país es más importante decir las cosas en inglés que tener algo inteligente que decir, no voy a traducirlo). Sin duda al título le falta un “…in England” pero la cosmología anglosajona es otro tema, y bastante interesante, por cierto.

En realidad no es un libro de consulta, es muy superficial, pero es un recorrido ameno y anecdótico a lo largo de ese periodo de la historia del maquillaje. Una introducción lo suficientemente atractiva como para hacerme buscar más sobre el tema y ver un gran filón de investigación. Además, y lo mejor del libro, es que no se limita a contar recetas, costumbres y modas sino que trata el papel del maquillaje en la sociedad, su impacto, su significado, su aceptación y los motivos de su desarrollo. Aunque su gran cojera es dejar de lado el maquillaje masculino, es una obra realmente fascinante, pues ninguno de los libros, artículos y tutoriales de maquillaje que han llegado a mis manos hacen referencia a este plano, aunque evidentemente todo elemento cultural tiene un significado intrínseco inherente.  No sé si por la realidad de los hechos, por las letras de la autora o por mi forma de mirar, se me ha hecho una base magnifica para un articulo feminista. Visto que, por desgracia, todo lo que hable sobre la mujer sin tratarla como un objeto subordinado resulta que es feminista, cuando debería ser simplemente normal.

Según cuenta la autora los primeros cristianos decidieron romper con la higiene romana para diferenciarse de ellos, y con las decoraciones corporales paganas por derivar fácilmente en idolatría. Pero el uso de lociones botánicas se mantuvo, para el que podía permitírselo. Ya desde el comienzo del Medievo la belleza femenina se estandarizó, pidiendo caras dulces y vulnerables, rubias, tez pálida, sin apenas cejas y con la frente muy alta. Seguían siendo pocos los cosméticos existentes  pero se dedicaba mucho tiempo al cuidado del pelo y a la depilación facial. Aún limitándose tanto el “maquillaje” femenino, no eran pocos sus detractores, que advertían que la belleza femenina, o su búsqueda a través de artificios, era cebo jugoso para pecados condenatorios como la lujuria y la vanidad. El maquillaje era condenado por ser una intención de cambiar la obra divina. Además siempre se ha creído en la existencia de una relación entre las deformidades físicas y la maldad, concibiendo la fealdad como una marca externa del alma corrupta. Se hacía temer, pues, que si por medio del maquillaje fuese imposible distinguir a las guapas-buenas de las feas-malas, Dios se confundiese y fueran todas a parar al infierno.

En cuanto a esta relación entre la belleza exterior y la interior existen multitud de mitos, cuentos y creencias, que dejan muy claro en el pensamiento colectivo estos conceptos. Sin embargo, analizándolo detenidamente, se observa con facilidad una fuerte incoherencia. Por un lado las brujas (pensemos en los cuentos que nos son familiares) son feas de alguna forma, como el mal en todas las culturas. Pongamos a la malvada y fea familia de Cenicienta. Pero por otra parte, las brujas también pueden ser de una belleza deslumbrante, como la tentación en todas las culturas. La madrastra de Blancanieves. Tenemos pues, que si eres fe@ eres depreciado por ser inútil o malvado, pero si eres bella eres un peligro pues probablemente sea un disfraz embaucador (femme fatale) que ciegue a los hombres llevándoles al tormento o a la maldad. Si mujer-fea es mala y mujer-guapa es mala, se deduce que el aspecto físico es una variable que no afecta a la relación mujer-maldad. Sin embargo los protagonistas buenos masculinos pueden ser feos o malos y los malvados suelen ser feos. Aunque los roles masculinos son más variados, pues hay ciertos casos de malo-guapo, en los que parte de su atractivo es que en el fondo son buenos, incluso hay feos-malos-de buen corazón. Es decir que mujer-fea/guapa-mala, a veces mujer-buena-guapa y hombres-feos/guapos- buenos/ mediomalos/malos. Al menos yo noto cierta diferencia en la evaluación de la belleza y de la bondad de los personajes según sus genitales. La belleza femenina se ha utilizado para condenar a la mujer, alegando que por hermosa o desfavorecida, se desvelaba su pecaminoso ser interior. No es por ponerme dramática (aunque admito que adoro sobreactuar) pero en cuestiones de mitos, leyendas y cuentos sé suficiente como para opinar y no soy capaz de recordar uno solo que desmonte esta conclusión.

En “The beauty of woman” Firenzuola, describió las características que debía cumplir cada centímetro del cuerpo femenino para ser bello. Desde las orejas a los pies, pasando por el grado de transparencia, tono y coloraciones de la piel. Supone que este tipo de declaraciones tan firmes y acomplejandoras se asumieron de tal forma que el interés por los cosméticos aumentó considerablemente, sin dejar de ser criticado. Count Castiglione en “The book of the courtrier” (1516) da una opinión perfectamente aplicable hoy en día a celebrities, youtubers, y algunas (muchas en UK) mujeres y niñas. Voy a ser generosa (o vaga) y voy a traducirla: “Ciertamente te das cuenta de cuánto más graciosa se ve una mujer que, si lo desea, se ha pintado tan sutilmente que no eres capaz de distinguir si efectivamente se ha maquillado o no; en comparación con aquellas que cuya cara está tan recargada que parecen llevar una máscara y no se atreven a reír por miedo a que se craquéle” y añade, para dejar clara la función de la mujer y de todos sus actos: “…es más atractiva a los ojos y la mente de los hombres, que está siempre temeroso de ser engañado por el arte”.

Son los hombres, que ni si quiera sabían pintar mujeres con pechos realistas o agradables de miras, los encargados de decretar las características ideales de toda mujer. Si el maquillaje se entendía como el blasfemo intento de cambiar la obra de Dios, ¿estas afirmaciones no serían creerse con el poder de decisión que solo corresponde al creador?

El siguiente capítulo habla de The fairy Queen, Isabel I de Inglaterra. Un personaje admirable y temible, pues debía de tener unas cualidades extraordinarias para bien y para mal (no se mantiene a raya a tanto ceporro solo con educación, creo yo), para ser capaz de ser Reina en el s.XVI y de una potencia, y recién separa de la Iglesia católica y en solitario, sin marido ni hombre con el que hacerse valer. Según la autora, esta mujer supo ver el poder de la belleza como arma no de seducción, sino de propaganda y la devoción que puede llegar a provocar.  Utilizó su imagen pelirroja, blanca, maquillada y fastuosamente adornada, para ganarse a su pueblo, rompiendo con la cara lavada, depilada y ropas “modestas” y negras de sus antecesoras. Por un lado este aspecto limpio, virginal y virtuoso, suavizaba las opiniones de los que creían contrario al deseo divino que una mujer reinara. Por otra parte, quería alejarse de la imagen de su familia pues su madre Ana Bolena, había sido acusada de brujería (ya sabemos por el pene de quién) y el reinado de su medio hermana Bloody Mary había sido desastroso. Isabel I de Inglaterra se convirtió en un icono no solo por ser copiada por las mujeres y hombres de la corte, sino porque cuando fue excomulgada por el Papa, sus nobles llevaron como joyas pequeños retratos suyos demostrando su apoyo a la Reina, convirtiéndose en la primera imagen no-religiosa más extendida hasta la época. Defendía públicamente, aunque no a ultranza, el uso del maquillaje (venenoso, por cierto) al punto de que su preferido, llegó a amenazar a los puritanos que seguían declarando lo pecaminoso del maquillaje:“if the Bishope held more discourse on suche matters, she wolde fitte him for heaven, but he shoulde walke thither without a staffe, and leave his mantle behind him!”.

Sí, todos usamos nuestro aspecto para influir en los demás. Inconscientemente o con premeditación modificamos nuestro físico para encajar, pasar desapercibidos, llamar la atención, seducir, imponer, declarar ideologías… Es una carta magnifica que todos deberíamos aprender a jugar. Nuestro cuerpo nos marca, la gente no nos trata de la misma forma si somos grandes o pequeños, guapos o no, jóvenes o mayores, fuertes o delicados. Pero dentro de lo que la naturaleza nos ha dado podemos aprender a sacar partido de algunas de nuestras características o a contrarrestarlas según lo requiera la ocasión. Por ejemplo, para mí es extraordinariamente difícil conseguir que mi opinión o conocimientos en ciertas ocasiones se evalúen de forma similar que a la de un hombre. La única explicación que se me ocurre, y puede que me equivoque, es que mi aspecto juega en mi contra a la hora de imponer respeto: soy pequeña, dulce, parezco más joven todavía de lo que soy y soy una mujer. Eso anula todos mis títulos, mis premios, mis sobresalientes, mis razonamientos y soluciones, mis conocimientos y experiencias. ¿Se os ocurre alguna mujer poderosa con una descripción física similar? ¿O lucen todas un aspecto firme,  fuerte y a veces demasiado serio e implacable? Este es un ejemplo de cómo el aspecto juega a nuestra contra. Pero también a nuestro favor, esa misma apariencia débil e ingenua me facilita ganarme la confianza y amabilidad de los desconocidos, puedo parar a quien quiera por la calle sin asustarle, me ofrecen la ayuda y la simpatía que sé que no me ofrecerían con tanta facilidad si fuese, por ejemplo, un chico o una mujer grande. El aspecto exterior es un arma poderosísima que se ha sabido exprimir a lo largo de los siglos para lograr influir en la gente de mil formas, y el maquillaje es una valiosa herramienta de nuestro arsenal que no debemos subestimar.

En el s.XVII durante el periodo Stuart (curiosamente también Duque de Alba), el maquillaje, también entre los hombres, se convirtió en un símbolo de afiliación política. Y el tocador y el vestidor, una escusa para pasar tiempo con las amigas y demostrar la riqueza y la elegancia de su propietaria. Además, se pusieron de moda las mascaras y antifaces, para evitar ponerse morenas, para no tener que charlar con tus oponentes políticos en el teatro y para tapar el maquillaje en lugares donde fuese indecente lucirlo. Por su parte, los detractores del maquillaje insistían en condenarlo como peor que el adulterio además de grotesco, intentando incluso hacer leyes contra el “vicio de pintarse, llevar parches y la inmodestia de los vestidos femeninos”. Los parches, eran trozos de seda, terciopelo o piel negra española que se recortaban con infinidad de formas y se pegaban en la cara y el escote, con más o menos moderación, tanto hombres como mujeres. Según la forma o lugar variaban de significado. Se sabe de contratos matrimoniales en los que la mujer aceptaba someterse en todo al marido pero se guardaba el derecho de ponerse parches cuando gustase. El maquillaje pasó a ser un imprescindible entre las clases pudientes, añadiendo rellenos de corcho en los carrillos y dientes postizos más blancos, incluso cejas de pelo de ratón para disimular los devastadores efectos de los venenosos cosméticos. De hecho, no fueron pocas las mujeres que murieron envenenadas por el maquillaje y aún sabiendo las causas de estas prematuras muertes, no cesaron en el uso de estos productos nocivos hasta el s.XIX. Y aún a pesar de pagar con sus vidas, seguía sin estar bien visto usar maquillaje de forma notoria y mucho menos comprarlo pues “hay cosas que los hombres no deben saber”.

Que el único derecho que tuviese una mujer fuese el de elegir sus parches puede leerse de muchas formas, y carezco de conocimientos suficientes para concluir cual sea la más acertada. Podemos pensar que se les dejaba ese derecho para contentarlas “venga hija que no va a ser tan malo, ¡puedes pintarte como quieras! (dentro de la moda y las restricciones sociomorales)”.Puede ser que fuese el único derecho que lograron con esfuerzo conseguir, o que fuese lo único que les importaba, o que fuese el único de todos los que luchaban como podían, ante el que los hombres cedieron por su evidente banalidad e inutilidad. Sea cual sea la explicación real, todas son tristes.

Durante el s.XIX. la presión por ser bellas pero “sin maquillaje” siguió en aumento y las damas se guardaban de esconder su identidad cuando tenían que ir a comprar tan criticables productos. ¿Quién admitiría ser tan fea como para necesitar de artificios? Esta doble moral fomentó la proliferación de timadores (hombres y mujeres) y chantajistas que vendían productos peligrosos o inútiles sin miedo a ser denunciados. Con el romanticismo se acentuó el prototipo de belleza lánguida, ojerosa, delicada, palidecida por la nostalgia. Quienes no eran tan afortunadas de sufrir esta glamurosa enfermedad bebían vinagre y se echaban belladona en los ojos, sabiendo que podía provocarlas ceguera con facilidad. Poco más tarde se exigieron también dietas y ejercicios pues “si no estás dispuesta a esforzarte por la belleza, no te la mereces”.

Entrando en el s.XX la belleza femenina maduró, haciéndose más sexy y fuerte. Las mujeres acomodadas podían trabajar (las pobres han trabajado siempre) e incluso ir a la universidad, aunque sin derecho a evaluación. La fotografía propagó imágenes de actrices maquilladas, incluso la Reina Alejandra hacía buen uso de él, sin embargo seguía advirtiéndose a las mujeres que se alejasen de esta vanidad. Pero a la vez, desde los mismos sectores conservatorios que las condenaban como ungüentos para mujeres de baja dignidad, llegaba la  tajante regla de “si eres fea no tienes el derecho de molestar a los demás con tu presencia”. Incluso el aclamado Oscar Wilde exigía a las mujeres un nivel de belleza suficiente alegando que “one should either be a work of art or wear a work of art”.

Pero no todo es terrible, el maquillaje también fue a veces una muestra de amor, creo yo. La primera máscara de pestañas la creó un joven norteamericano para contentar a su hermana Maybel, que se quejaba (se ve que en exceso) de sus pequeñas pestañas. Y bautizó a este exitoso producto con su nombre: Maybelline.  Aunque podemos decir: más amor es enseñar a alguien a quererse como es, seamos sinceras: yo me siento mejor conmigo misma cuando mi exterior refleja lo genial que soy (y lo soy), que cuando voy huyendo de mí reflejo. El maquillaje no tiene porqué ser una máscara, puede ayudarnos a reflejar por fuera lo bellísimos que somos por dentro. Puede suavizar los efectos de una enfermedad, ayudándonos anímicamente de forma extraordinaria. Puede ayudar a superar complejos. Puede adaptar nuestro aspecto a nuestra alma cuando hemos nacido en el cuerpo equivocado. Sí, puede ser poco acertado, causar daños a la salud, puede incluso ser un ritual enfermizo y obsesivo. Pero también puede y debería siempre ser un complemento positivo.

A pesar de todo, el maquillaje empezó a verse como un barómetro de emancipación, una mujer se sentía fuerte y rompedora al sacar su pintalabios en público, descolocando a los hombres y  escandalizando a los mayores. Incluso el diseño de los pintalabios, con forma de casquillo era provocativo. El cine demostraba que una mujer podía labrarse una carrera de éxito por sí misma, si presenta un aspecto glamuroso, claro. Los avances en productos para la guerra y para la industria automovilística impulsaron el desarrollo de innumerables cosméticos. El  abaratamiento de los productos, popularizaron el maquillaje, aunque la guerra dificultó el acceso a los cosméticos, todas tenían por lo menos una barra de labios, tanto para distraerse de las penurias porque “preocuparse no hace la vida más fácil y empeora tu aspecto” como para “estar guapas cuando volviesen sus maridos“. Además se utilizó como arma política, animaba a la población y las imágenes de jóvenes trabajando por su país y a la vez guapísimas, animaban tanto a hombres como a mujeres a alistarse en los respectivos cuerpos. Al acabar la guerra las mujeres volvieron a casa y encontraron en el maquillaje una vía de escape (o de embaucadora distracción) ante su empoderamiento frustrado.

De repente aparecer sin maquillaje se había convertido en una pública manifestación de falta de esfuerzo, incluso los que, unas décadas antes, habían condenado al mismísimo infierno estas prácticas, hoy las apoyaban con firmeza con misivas como “make an effort or lose your husband” ya que, según London Opinion Magacine de 1954 “9 de cada 10 divorcios son por culpa de la mujer, normalmente por fallar como esposa al no mantener un estándar de apariencia personal alto.” No creo que se pueda añadir nada más a esta ilustrativa explicación del fantástico panorama de la época.

Me resulta especialmente fascinante que en todo el discurso se repiten dos realidades: los hombres decretan los cánones de belleza que se deben alcanzar, y a la vez condenan el uso perceptible del maquillaje. Y remarco “perceptible” en el sentido en que todos sabían los productos que se usaban y querían que los usasen, pero si era excesivamente artificial o te pillaban aplicándotelo o comprándotelo, era vergonzoso. Y sí, los hombres siguen diciendo “no me gustan los postizos, las uñas largas, el exceso de maquillaje… me encantan naturales” y sigue siendo mentira o una verdad a medias. No seamos ingenuos y nos abalancemos contra el género masculino culpándoles de todos los males de la sociedad, es un hecho antropológico universal que la cultura la transmiten las madres. Sí, son los hombres los que aprendían a leer y a escribir, cuyas opiniones se tenían en cuenta y se publicaban y son, por tanto las que han llegado a nuestros días. Pero en cuanto las mujeres tuvieron voz, no mostraron reparo alguno en condenar a sus compañeras, en utilizar sus miedos para vender cosméticos. ¿De verdad creemos que eran los padres, hermanos o amigos los que enseñaban a las mujeres todos los trucos de belleza? ¿De verdad son los hombres los que critican con más dureza el aspecto físico de las mujeres? No, somos nosotras las que nos reímos de la que no va conjuntada o se maquilla mal, las que aconsejamos a las demás empezar a depilarse, pintarse o cambiar su físico de la forma que sea. Somos nosotras las que recordamos que hace tres años Fulanita se maquillaba malamente. Sí, los hombres miran a una mujer atractiva y arreglada y ni notan la existencia de muchas otras (yo en invierno soy invisible hasta para las puertas del Mercadona). Pero en el mal uso del maquillaje, como el de tantas otras cosas, tenemos culpa todos.

Y hoy ¿por qué te maquillas o porque no? ¿Por qué los hombres, en su cárcel machista, no pueden maquillarse? ¿Realmente es porque a ti te gusta, hasta que punto te acompleja tu cara, tan malo es querer gustar, cambia tu poder o credibilidad frente a los demás, a qué edad es admisible maquillarse y dejar de hacerlo?


Sarah  Jane Downing acaba el libro con una magnifica sentencia, que no puedo sino citar:“women who had variously used cosmetics as an act of worship, to secretly enhance their life chances, to transforms themselves, an outline their outory for emancipation, had finally gained some kind of acceptance for the cosmetic art, yet in acceptance found their hard-won rigth usurped as beauty was switched from a pleasure to an obligation” Que viene a ser: “Las mujeres habían usado los cosméticos de diversas maneras: como un acto de culto, para mejorar secretamente sus oportunidades de vida, para transformarse a sí mismas, como un esbozo de su emancipación, y finalmente lograron ganar algún tipo de aceptación para el arte cosmético; pero en su aceptación encontraron su difícilmente-ganado-derecho usurpado, cuando la belleza pasó de ser un placer a ser una obligación.”

(imagen externa)

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